Comentario
CAPÍTULO III
Un amigo antiguo. --Breve relato sobre Yucatán. --Primeros viajes y descubrimiento. --Cristóbal Colón. --Solís y Pinzón. --Viajes de Grijalva. --Expedición de Cortés. --Misión de Montejo, quien recibe una merced del Emperador Carlos V. --Descubrimientos, conquistas y sufrimientos de Montejo y sus compañeros. --Esfuerzos para convertir a los naturales. --Contreras. --Ulteriores particulares con respecto a la conquista de Yucatán
Espero que el lector no se habrá olvidado de nuestro antiguo amigo D. Simón Peón, a quien por supuesto consagramos nuestra primera visita. Recibionos él y su madre, D.ª Joaquina, con la misma y aun con mayor bondad que en la primera ocasión. Ambos nos ofrecieron cuanto dependía de ellos para proseguir el objeto de nuestra visita, y hasta el último día de nuestra residencia en el país estuvimos continuamente recibiendo el beneficio de su amigable asistencia. En la actualidad, era todas las noches la sala de D.ª Joaquina el punto de reunión de los individuos de su numerosa y respetable familia; teníamos la costumbre de visitarla siempre, y creemos fundadamente que siempre fuimos bien recibidos.
Entre los primeros buenos oficios que debimos a D. Simón fue uno el de presentarnos al Gobernador del Estado. Este caballero, en virtud de las circunstancias políticas peculiares a Yucatán, ocupaba entonces una elevada e importante posición; pero, antes de introducirle al conocimiento del lector, no será ocioso presentar un relato sobre el país del cual era el primer magistrado.
Recordárase que Cristóbal Colón, en sus tres primeros viajes, no llegó nunca al continente de América; pero en su última y desgraciada expedición, "después de sesenta días de un tiempo tempestuoso, sin ver el sol ni las estrellas", descubrió una pequeña isla llamada por los indios Guanajá, que se supone ser la que hoy se denomina en algunos mapas la isla de Bonaca. Cuando desembarcó en esta isla, vio venir del Oeste una gran canoa llena de indios, que parecían más civilizados que cuantos hasta allí habían encontrado los españoles. Respondiendo a las preguntas que sobre oro les hicieron éstos, apuntaron hacia el Oeste y se empeñaron en persuadirles que gobernasen hacia aquel rumbo.
"Muy bien habría hecho Colón (dice Mr. Irving) en seguir aquel consejo. Entre uno o dos días habría llegado a Yucatán; y el descubrimiento de México y otros opulentos países de la Nueva España habría sido su necesaria consecuencia. Habría hallado el mar del Sur, y una serie de espléndidos descubrimientos habrían dado nueva gloria a sus canas, en vez de haber ido decayendo en medio de la tristeza, el desprecio y el desengaño". Cuatro años después, es decir, en 1506, Juan Díaz de Solís, en unión de Vicente Núñez Pinzón, uno de los compañeros de Colón en su último viaje, siguieron el mismo derrotero a la isla de Guanajá, y, gobernando desde allí hacia el Oeste, descubrieron la costa oriental de la provincia que hoy se llama Yucatán, navegando a lo largo de ella hasta alguna distancia, sin proseguir no obstante su descubrimiento.
El 8 de febrero de 1517, Francisco Hernández de Córdova, hidalgo rico de Cuba, se hizo a la vela desde el puerto de Santiago con tres buques bien cargados de mercancías y 110 soldados, con el objeto de hacer un viaje de descubrimiento. Doblando el cabo llamado hoy de San Antonio y navegando al azar hacia el Oeste, al cabo de veintiún días vieron una tierra que jamás habían visto antes los europeos.
El día 4 de marzo, mientras estaba haciendo preparativos para desembarcar, vieron dirigirse a los buques cinco canoas con velas y remos, conteniendo algunas de ellas hasta cincuenta indios; y, habiéndoseles hecho señales de invitación, subieron como treinta a bordo de la Capitana. Al siguiente día volvió el jefe con doce canoas grandes y numerosos indios, e invitó a los españoles a que fuesen a su pueblo, ofreciendo darles víveres y todo cuanto necesitasen. Las palabras que usó entonces fueron Conex Cotoch, lo que en la lengua de los indios actuales significa "Venid a nuestro pueblo". No entendiendo los españoles la significación, y suponiendo que aquello era el nombre de la población denomináronla Punta o Cabo Catoche, cuyo nombre lleva hasta el día.
Los españoles aceptaron la invitación; pero, viendo la ribera cubierta de indios, desembarcaron en sus propios bateles conduciendo consigo quince ballestas y diez mosquetes.
Después de hacer alto un momento, emprendieron la marcha para el interior, y pasando por un espeso bosque, a una señal dada por el jefe indio, salió de una emboscada un gran cuerpo de indios, arrojaron sobre los españoles una lluvia de flechas, que hirieron a quince a la primera descarga, arremetiendo después con sus lanzas, pero las espadas, ballestas y armas de fuego de los españoles infundieron sobre ellos un terror tal, que huyeron precipitadamente, dejando diecisiete muertos.
Los españoles volvieron a sus embarcaciones y continuaron costeando hacia el Oeste. A los quince días descubrieron un gran pueblo con una especie de entrada, que parecía río. Desembarcaron para hacer aguada, y estaban a punto de volver a bordo cuando unos cincuenta indios vestidos con finas mantas de algodón vinieron hacia ellos, invitándoles a pasar a su pueblo. Después de haber vacilado algo, se dirigieron los españoles en su compañía y llegaron a un grupo de casas grandes de piedra, parecidas a las que habían visto en Cabo Catoche, con figuras, serpientes y otros ídolos en las paredes. Éstos eran templos, y cerca de uno de los altares había gotas de sangre fresca, que, según se supo después, era sangre de indios sacrificados para implorar la destrucción de los extranjeros.
Al momento aparecieron algunos preparativos hostiles de un carácter formidable, y, temiendo los españoles tener un encuentro con tal muchedumbre, se retiraron a la playa embarcándose después con sus cascos de aguada. Llamábase este sitio Kimpech, y es conocido en el día con el nombre de Campeche.
Continuando siempre hacia el Oeste, llegaron enfrente de un pueblo cerca de una legua de la costa, que se llamaba Potonchan o Champotón. Como también se hallaban escasos de agua, desembarcaron en la playa todos juntos y bien armados. Hallaron algunos pozos, llenaron sus cascos, y, cuando iban a reembarcarse en los botes, se lanzó del pueblo una multitud de indios guerreros, armados de arcos, flechas, lanzas, escudos, espadones, hondas y piedras, con las caras pintadas de negro, blanco y encarnado y adornadas las cabezas con plumas. Como iba ya anocheciendo, los españoles no pudieron embarcar sus cascos de agua y se resolvieron a permanecer en la playa. Al amanecer avanzaron por todas direcciones numerosas columnas de guerreros, desplegando sus colores y acometiendo a los extranjeros. La lucha duró más de media hora, muriendo en ella cincuenta españoles; y, viendo Córdova que era imposible hacer retroceder a tanta muchedumbre, formó en columna cerrada el resto de sus fuerzas, y se abrió paso hasta los botes. Siguiéronle los indios picándole la retaguardia y persiguiéndole hasta el mar. Fue tal la confusión con que se arrojaron sobre las pequeñas embarcaciones, que estuvieron a punto de ahogarse; pero, colgándose de los botes, medio nadando y medio vadeando, alcanzaron por fin la embarcación que vino a su auxilio. Cincuenta y siete de sus compañeros perecieron, muriendo cinco más de sus heridas. Sólo escapó ileso un soldado, todo el resto tuvo dos, tres o cuatro heridas, y el capitán Hernández de Córdova recibió doce flechazos. En los antiguos mapas españoles se marca este sitio con el nombre de "Bahía de Mala Pelea".
Semejante desastre los determinó a volver a Cuba. Tantos eran los marineros heridos, que no pudieron gobernarse los tres bajeles; y en consecuencia quemaron el más pequeño de ellos, y, dividiendo la tripulación en los dos restantes, se hicieron a la vela. Para colmo de sus desgracias, dejaron olvidados los cascos de agua en la playa y llegaron a tal extremidad con la sed, que sus lenguas y labios se cubrieron de grietas. Sobre la costa de la Florida se procuraron alguna agua, y, cuando se trajo a bordo, un soldado se arrojó desde el buque hasta el bote y, tomando un cántaro bebió tanta, que se quedó muerto.
Después de esto se abrió el casco de la Capitana; pero, a fuerza de dar a la bomba, pudieron evitar que se fuese a pique, llevándola a Puerto Carenas, que se llama hoy el puerto de La Habana. Todavía murieron tres soldados más de sus heridas: dispersose el resto, y el capitán Hernández de Córdova falleció diez días después de su arribo. Tal fue el desastrado fin de la primera expedición a Yucatán.
En el mismo año de 1517 se puso en planta otra expedición. Equipáronse cuatro embarcaciones, se alistaron doscientos cuarenta voluntarios y nombrose capitán en jefe a Juan de Grijalva, "joven lleno de esperanzas y de buena conducta".
El 6 de abril de 1518 salió de Matanzas la nueva expedición para Yucatán. Doblando el cabo de San Antonio, por la fuerza de las corrientes recalaron más abajo del punto a que habían tocado los que le precedieron, y llegaron con esto a descubrir la isla de Cozumel.
Dobláronla y siguieron navegando a lo largo de la costa hasta llegar a la vista de la "bahía de Mala Pelea", memorable por la desastrada repulsa de los españoles. Enorgullecidos los indios con su primera victoria, cargaron sobre los extranjeros, aun antes de que desembarcasen, atacándoles sobre el agua misma; pero los españoles hicieron tal matanza sobre sus enemigos, que huyeron éstos despavoridos, dejando abandonado el pueblo. La victoria costó cara sin embargo, pues los españoles tuvieron tres muertos, más de setenta heridos y Juan de Grijalva recibió tres flechazos, uno de los cuales le hizo perder dos dientes.
Embarcados otra vez y siguiendo siempre el rumbo del oeste, al cabo de tres días descubrieron la boca de un anchísimo río; y, como se estaba en la persuasión de que Yucatán era una isla, pensaron haber hallado sus límites y llamáronla, por lo mismo, Boca de Términos. En Tabasco escucharon, por primera vez, el famoso nombre de México; y, después de haber avanzado hasta Culua (hoy San Juan de Ulúa), Veracruz y algunos otros puntos más, regresaron a Cuba a echar nuevo pábulo al fuego de las aventuras y descubrimientos.
Empezose otra expedición más en grande. Equipáronse diez embarcaciones, y se debe decir en honor de Juan de Grijalva que todos sus antiguos compañeros le deseaban por su jefe; pero por un conjunto de circunstancias hubo de conferirse este empleo a Hernán Cortés, alcalde, a la sazón, de Santiago de Cuba, hombre comparativamente desconocido, pero destinado a distinguirse como el Gran Capitán entre los soldados de aquel tiempo y a crearse un nombre, que casi oscureció el del descubridor de América.
Las particularidades de estas expediciones forman parte de la historia de Yucatán; pero presentarlas detalladamente ocuparía una porción demasiado extensa de este libro; y, además, forman los eslabones de la gran cadena de sucesos que llevaron a la conquista de México, con cuya historia esperamos que adornará muy pronto los anales de la literatura el brillante autor de Fernando e Isabella.
Entre los principales capitanes de las expediciones de Grijalva y de Cortés se hallaba D. Francisco de Montejo, caballero sevillano. Después de la llegada de Cortés a México, y, cuando estaba prosiguiendo sus conquistas en el interior, ocurriole dos veces enviar a España comisionados y en ambas fue nombrado D. Francisco de Montejo, la primera vez acompañado de otro, y solo la segunda. En esta última ocasión, después de habérsele ratificado sus primeras mercedes y privilegios y recibido un nuevo escudo de armas, en recompensa de los distinguidos servicios que había hecho a la Corona en las expediciones de Grijalva y de Cortés, obtuvo del Rey además un permiso para la pacificación y conquista de las islas (que así se les llamaba) de Yucatán y Cozumel, cuyos países habían quedado enteramente olvidados en medio de las estupendas escenas y brillantes prospectos de la conquista de México.
Este permiso o real merced tiene la fecha de 8 de diciembre de 1526, y entre otras varias cosas quedó estipulado:
Que el dicho D. Francisco de Montejo tendría poder y licencia para conquistar y poblar las islas de Yucatán y Cozumel:
Que emprendería la obra dentro de un año contado desde la fecha del instrumento.
Que sería Gobernador y Capitán General vitalicio.
Que sería Adelantado durante su vida, y a su muerte pasaría el oficio a sus herederos y sucesores para siempre.
Que le darían a él, a sus herederos y sus sucesores para siempre diez leguas cuadradas de tierra, y el cuatro por ciento de todos los aprovechamientos que produjesen las tierras conquistadas y pobladas.
Que todos los que le acompañasen en la expedición sólo pagarían en los tres primeros años el diezmo del oro de las minas, en el cuarto año el noveno, y así sucesivamente hasta llegar a pagar el quinto.
Que todos los efectos que llevase consigo quedarían libres del derecho de exportación, con tal que no fuesen para traficar o vender.
Que a todos los expedicionarios, se darían porciones de tierras, y, después de vivir sobre ellas cuatro años completos, quedarían en libertad de venderlas o de usarlas como suyas.
Que también se reducirían a esclavitud a los indios rebeldes, pudiéndose tomar o comprar los que tuviesen los caciques como tales, bajo las reglas que prescribiese el Consejo de Indias. Los diezmos se concedieron para emplearlos en las iglesias, ornamentos y cosas necesarias para el culto divino.
La última provisión, que es acaso la más antiliberal, si no difamatoria, fue que ningún abogado o procurador fuese a aquellas tierras del Reino de España ni de ninguna otra parte, para evitar los litigios y controversias que se seguirían de esto.
D. Francisco de Montejo, ahora Adelantado, le representa la historia como hombre "de mediana estatura, apacible continente y disposición alegre. Cuando llegó a México sería como de treinta y cinco años, más ducho en los negocios que en la guerra, de genio liberal, gastando más de lo que ganaba", en cuya última calificación para una grande empresa acaso no le faltarán semejantes en estos tiempos.
El Adelantado gastó mucho en la compra de armas, municiones, caballos y víveres; y, habiendo vendido una posesión que le producía dos mil ducados de renta, equipó a sus expensas cuatro bajeles y embarcó en ellos cuatrocientos españoles, bajo el convenio de darles parte de los productos de la expedición.
En el año de 1527, aunque no se sabe el día ni el mes, salió de Sevilla la expedición; y habiendo tocado en las islas para proveerse de algunas cosas que le hacían falta, se notó como una circunstancia de mal agüero la de que el Adelantado no llevase dos sacerdotes a bordo; lo cual, según una disposición general, debía hacer todo capitán, oficial o vasallo que tuviese licencia de descubrir y poblar las islas o tierra firme pertenecientes al Rey de España.
La escuadrilla se detuvo en la isla de Cozumel, en donde, por la falta de intérprete, tuvo el Adelantado grandes dificultades para comunicarse con los indios. Tomando a bordo uno de ellos como guía, hizo rumbo la flotilla al continente y echó el ancla enfrente de la costa. Todos los españoles desembarcaron, y su primera operación fue la de tomar posesión formal del país en nombre del Rey, con las solemnidades acostumbradas en las nuevas conquistas. Gonzalo Nieto enarboló el estandarte real exclamando en alta voz:
"¡España! ¡España! ¡Viva España!"
Dejando entonces a bordo los marineros necesarios para cuidar de las embarcaciones, desembarcaron los españoles sus armas, caballos y municiones de boca y de guerra, permaneciendo allí algunos pocos días, porque el excesivo calor había hecho enfermarse a varios soldados. Sabían ya los indios que los españoles habían establecido una colonia en la Nueva España, y se determinaron a resistir esta invasión con todas sus fuerzas, pero resolvieron por el momento disimular toda demostración hostil.
Como el Adelantado sólo había tocado en las costas, nada conocía del interior del país. Experimentando gran dificultad por falta de intérprete, emprendió su marcha a lo largo de la costa guiado del indio de Cozumel. El paso estaba muy poblado y los españoles procedieron de pueblo en pueblo, hasta que llegaron al de Aconil, sin cometer ninguna violencia sobre los habitantes, ni recibir ofensa alguna de ellos. Como en aquella plaza los indios se manejaban amigablemente al parecer, descuidáronse algo los españoles; y, en una ocasión, un indio que vino a hacerles una visita arrebató su alfanje a un negrillo esclavo, e intentó con él matar al Adelantado. Desenvainó éste su espada para defenderse, pero los españoles se arrojaron sobre el indio y lo dejaron muerto en el puesto.
El Adelantado se determinó por fin a marchar desde Aconil hasta la provincia de Choaca, y desde luego comenzó a experimentar todas las inmensas penalidades que estaba condenado a sufrir para subyugar a Yucatán. No había allí caminos; el país era pedregoso y cubierto de espesas selvas. Fatigados con las dificultades de su marcha, con el calor y falta de agua llegaron los españoles a Choaca y encontraron abandonada la población, porque los habitantes se habían dirigido a juntarse con los otros indios que se estaban preparando para la guerra.
Ni uno solo apareció a quien pudiese notificarse las intenciones pacíficas del Adelantado, y la noticia de que había sido muerto un indio había llegado antes que los invasores mismos.
Avanzando siempre, guiados por el indio de Cozumel, llegaron a un pueblo llamado Aké, en donde se encontraron con una gran muchedumbre de indios, que se habían puesto en emboscada para esperarlos. Estos indios estaban armados de carcajes y flechas, estacas quemadas en la extremidad, lanzas de agudo pedernal y espadones de madera recia. Llevaban caramillos, enormes caracoles para trompetas y conchas de tortuga, que hacían sonar con astas de ciervo. Traían el cuerpo desnudo, a excepción de los lomos, y estaban pintados con tierra de diferentes colores, y adornados de anillos de piedra, que llevaban en las orejas y narices.
Quedaron atónitos los españoles al ver tan extrañas figuras y al escuchar el ruido que hacían con las conchas y astas, acompañado de alaridos, que parecían estremecer la tierra. El Adelantado animó a los suyos refiriéndoles su experiencia en la guerra de los indios, y se trabó una sangrienta batalla, que duró todo aquel día. La noche vino a poner término a la carnicería, pero los indios quedaron dueños del terreno. Los españoles tuvieron tiempo de descansar y vendar sus heridos, pero estuvieron en vela toda la noche temiendo ser todos destruidos al día siguiente.
Apenas hubo amanecido, cuando la batalla comenzó de nuevo y continuó tercamente hasta el mediodía, en que los indios dieron muestras de retroceder. Animados los españoles de las esperanzas de la victoria, estrecharon a sus enemigos hasta hacerlos huir y ocultarse en los bosques, pero, ignorantes del terreno y fatigados de tan terrible lucha, apenas pudieron hacerse dueños del campo sin pasar de allí. En esta batalla murieron más de mil doscientos indios.
A principios del año 1528, determinose otra vez el Adelantado a reconocer el país, haciendo pequeñas marchas, y procurando evitar en lo posible tener un encuentro con los habitantes, cuyo carácter guerrero había ya descubierto. Con esta resolución salió de Aké, dirigiéndose a Chichen-Itzá, en donde a fuerza de bondad y contemplaciones logró reunir algunos indios y fabricar casas de madera y estacas, cubiertas de hojas de palma.
Aquí hizo el Adelantado un infeliz y fatal movimiento. Desanimado con no encontrar señales de oro, y habiendo oído de los indios que aquel brillante metal se encontraba en la provincia de Bakhalal, determinose a enviar allí al capitán Dávila con cincuenta soldados de a pie y dieciséis de a caballo; y desde el tiempo de esta separación acumuláronse los peligros y dificultades sobre ambos. Todos sus esfuerzos para conservarse en comunicación fueron inútiles. Después de algunas batallas, peligros y sufrimientos, los que estaban en Chichen-Itzá se encontraron en la miserable alternativa de morir de hambre o a manos de los indios. Una inmensa muchedumbre de éstos se había reunido para destruirlos: los españoles dejaron entonces sus fortificaciones y bajaron a su encuentro: empeñose la más sangrienta batalla que se hubiese conocido en las guerras con los indios. Los españoles hicieron en ellos una gran matanza; pero tuvieron ciento cincuenta muertos y, agobiados de la fatiga, tuvieron que retirarse a sus fortificaciones, casi todos ellos heridos. Por fortuna no les siguieron los indios, pues, destruidos como estaban, habrían perecido miserablemente. A la siguiente noche se escaparon los españoles, pero, por las escasas y poco satisfactorias noticias que de estos sucesos han llegado hasta nosotros, no se sabe exactamente por qué camino llegaron hasta la costa; y no volvemos a oír hablar de estos sino cuando ya estaban en Campeche.
No fue mejor la suerte de Dávila. Llegado a la provincia de Bakhalal, envió un mensaje al señor de Chemecal solicitando noticias sobre oro y pidiendo algún suplemento de provisiones; la fiera respuesta del cacique fue que enviaría las gallinas en las lanzas y el maíz en las flechas. Con cuarenta hombres y cinco caballos abandonó Dávila el sitio, se abrió paso hasta la costa y juntose con el Adelantado en Campeche, dos años después de su infortunada separación.
Aún no estaban desalentados. Animado Montejo con la llegada de Dávila, determinó hacer otro esfuerzo para penetrar en el país. Con este objeto envió otra vez a Dávila con cincuenta hombres, quedándose en Campeche con sólo cuarenta soldados de a pie y diez de a caballo. Tan pronto como los indios descubrieron su pequeña fuerza cercaron su campo con una inmensa muchedumbre. Al escuchar el tumulto, salió el Adelantado a caballo y, dirigiéndose hacia un grupo reunido en una pequeña colina les dirigió la palabra procurando pacificarlos; pero, siguiendo los indios la dirección de su voz y reconociéndole, cayeron sobre él, echaron mano de las riendas de su caballo y quisieron arrancarle su lanza. El Adelantado metió espuelas a su caballo y logró desenredarse por un momento, pero era tal el número de los indios que sujetaron a su caballo por los pies, quitáronle su lanza y se esforzaban en conducirlo vivo con la intención de sacrificarle a sus ídolos, según dijeron después. Blas González era el único soldado que estaba cerca y, viendo el peligro de su caudillo, lanzose sobre un caballo, abriose paso a través de los indios con su lanza y, en unión de otros que acudieron al momento, logró libertar al Adelantado. Éste y el bravo González quedaron gravemente heridos, y el caballo de este último murió de sus heridas.
Por este tiempo la fama del descubrimiento del Perú llegó a noticia de aquellos infortunados conquistadores, y, aprovechándose de la oportunidad que les presentaba su cercanía a la costa, muchos de los soldados desertaron. Para continuar la conquista de Yucatán era indispensable reclutar nuevas fuerzas, y con este objeto determinó el Adelantado ir a la Nueva España.
Antes de esto, había dirigido informe al Rey sobre sus infortunios, y, en vista de él, envió el Rey su despacho a la Audiencia de México, haciendo presente los servicios del Adelantado, los trabajos y pérdidas que había sufrido, y encargando se le auxiliase en todo lo relativo a la conquista de Yucatán. Con el favor que tenía y sus rentas en la Nueva España logró reunir algunos soldados, y compró buques, armas y otras municiones de guerra para proseguir la conquista. Como desgraciadamente Tabasco pertenecía a su gobierno, y los indios de aquella provincia que habían sido sometidos por Cortés se hallaban ahora en insurrección, el Adelantado consideró oportuno reducirlos primero. Hiciéronse los buques a la vela desde Veracruz, y, deteniéndose en Tabasco con una fracción de sus reclutas, envió los buques y el resto de la fuerza, bajo el mando de su hijo, para continuar la conquista de Yucatán.
Pero hallose el Adelantado con que la reducción de los indios de Tabasco era más difícil de lo que esperaba, y, mientras andaba empeñado en ella, los españoles de Campeche, en vez de poder penetrar al interior del país, estaban sufriendo gravísimas dificultades. Los indios suspendieron los suministros de provisiones que hacían, y los españoles, por estar tan escasamente alimentados, casi todos cayeron enfermos. Viéronse obligados a hacer constantes salidas, y fue necesario dejar sueltos los caballos, aun a riesgo de que los matasen. Se vieron reducidos a tan corto número, que apenas quedaron en pie cinco soldados para hacer la guardia y buscar provisiones para los demás. Hallando, pues, imposible permanecer por más tiempo, se resolvieron a abandonar la plaza; y Gonzalo Nieto, que había sido el primero que alzó el pendón real sobre las playas de Yucatán, fue el último en abandonarlas. En el año de 1535 no quedaba ni un solo español en todo el país.
Sabido era que el Adelantado no había cumplido con la orden de llevar consigo clérigos; a lo cual atribuyeron algunos devotos de aquel tiempo el mal éxito de sus empresas en Yucatán. El Virrey de México, en uso de las facultades discrecionales que le había conferido un rescripto de la Reina gobernadora, determinó enviar sacerdotes que conquistasen el país, convirtiendo a los naturales al cristianismo.
El venerable franciscano Fr. Jacobo de Testera, aunque superior y prelado de la rica provincia de México, celoso, dice el historiador, por la conversión de las almas y deseando reducir a todo el mundo al conocimiento del verdadero Dios, ofreciose espontáneamente para aquella conquista espiritual. Designáronse para compañeros suyos cuatro individuos de la propia orden; y, en unión de algunos mexicanos recién convertidos al cristianismo, el día 18 de marzo arribaron a Champotón, famoso por la mala pelea de los españoles.
Los mexicanos avanzaron para dar noticia de su llegada, diciendo que venían de paz, en poco número y desarmados, únicamente con el objeto de salvar las almas y traer a aquel pueblo el conocimiento del verdadero Dios, a quien se le debía culto. Los señores de Champotón recibieron amigablemente a los mensajeros mexicanos, y, satisfechos de que no correrían riesgo alguno, permitieron a los misioneros penetrar en el país. Ajenos de las cosas del mundo, dice el historiador, y llevando una vida irreprochable lograron que los indios escuchasen sus prédicas, y dentro de pocos días consiguieron el fruto de sus trabajos. "Este fruto (añade el repetido historiador) no fue tan copioso como lo hubiera sido teniendo intérpretes familiarizados con el idioma; pero la divina gracia y el anhelo de los misioneros fueron tan poderosos, que, después de cuarenta días de comunicación, los caciques condujeron voluntariamente todos sus ídolos y los entregaron a los padres para quemar". Y para mejor prueba de su sinceridad, trajeron a sus hijos, que, como dice el obispo Las Casas, amaban más que a la luz de sus ojos, para que fuesen doctrinados y enseñados. Cada día fueron aficionándose más a los padres, construyéronles casas para vivir y un templo para el culto; y aun ocurrió una circunstancia sin ejemplar hasta entonces. Doce o quince señores de grandes territorios y numerosos vasallos, con el consentimiento de su pueblo, reconocieron la soberanía del Rey de Castilla. El obispo Las Casas dice que tenía en su poder el instrumento auténtico de aquel suceso, firmado y atestado por los religiosos.
En este tiempo, cuando por tan buenos principios parecía cierta la conversión de todo el reino de Yucatán, ocurrió (para acercarme en lo posible al lenguaje del historiador) el mayor desastre que el diablo, hambriento de las almas, podría haber apetecido. Dieciocho soldados de a caballo y veinte de a pie, fugitivos de la Nueva España, penetraron en el país por algún punto desconocido, trayendo consigo de otras provincias cargas de ídolos. El capitán llamó a un cacique de aquella parte del país por donde habían entrado, y le dijo que tomase los ídolos y los distribuyese por la tierra, vendiendo cada uno por un indio o india que sirviesen de esclavos, añadiendo que si el cacique se resistía a verificarlo así, haría la guerra a todos. El cacique mandó a sus vasallos que tomasen los ídolos y les diesen culto, y que en recompensa pusiesen en su poder indios e indias para entregar a los españoles. Obedecieron los indios por temor y por respeto a las órdenes de su señor: el que tenía dos hijos daba uno, y el que tres, dos.
Entonces todo el país desató su indignación contra los religiosos, acusándoles de impostura, al ver que, después de haber entregado sus ídolos para quemar, los españoles habían traído otros para venderles. Los religiosos procuraron apaciguarlos, y buscando a los treinta aventureros les hicieron ver el gravísimo mal que estaban haciendo, requiriéndoles dejasen el país; pero ellos lo rehusaron y pusieron un sello a su malignidad con decir a los indios que habían venido a Yucatán inducidos de los padres mismos. Olvidáronse entonces los indios de toda moderación y determinaron asesinar a los religiosos, de lo cual, teniendo éstos noticia, se escaparon en una noche. Arrepintiéronse, sin embargo, los indios muy pronto, y, recordando la vida inmaculada de los padres, satisfechos de su inocencia, enviaron mensajeros en pos de ellos hasta a cincuenta leguas de distancia, suplicándoles que retrocediesen. Los religiosos, procurando únicamente el bien de aquellas almas, los perdonaron y volvieron; pero, hallando que los españoles no querían dejar el país, que seguían constantemente oprimiendo a los indios, y especialmente que ellos no podían predicar en paz y sin temor continuo, determinaron salir y volver a México. Así quedó Yucatán sin la luz y auxilio de la predicación, y los pobres indios en las tinieblas de la ignorancia.
Tal es el relato que de esta misión religiosa hacen los antiguos historiadores españoles; pero el prudente lector de estos tiempos creerá difícilmente que aquellos buenos padres "ignorantes de la lengua y sin intérpretes que entendiesen el idioma" pudiesen en cuarenta días persuadir a los indios a que trajesen los ídolos a sus pies; y menos todavía, que este pueblo guerrero que hizo tan fiera resistencia a Córdova, Grijalva, Cortés y al Adelantado se acobardase en presencia de treinta españoles vagabundos; pero dice el historiador que éstos son secretos de la divina justicia, y que acaso los indios, por la muchedumbre de sus pecados, no merecían en aquel tiempo que se les predicase la palabra divina.
Volvamos ahora al Adelantado, a quien dejamos en Tabasco. Crudas guerras con los indios, falta de armas y provisiones y, sobre todo, la deserción causada en sus filas por la fama de las riquezas del Perú le habían reducido a la mayor decadencia. En tal situación, juntósele el capitán Gonzalo Nieto y la pequeña fuerza que se habían visto obligada a evacuar Yucatán, y reanimose algún tanto con la presencia de sus antiguos camaradas.
Pero la pacificación de Tabasco era más difícil de lo que se suponía. Por su frecuente trato con los españoles habían perdido enteramente el miedo de los indios. El terreno era fatal para hacer la guerra, principalmente con caballería, a causa de los pantanos se les habían retirado las provisiones; muchos soldados estaban disgustados y otros, por tanta humedad y calor, cayeron enfermos y murieron.
Cuando estaban en semejante extremidad, arribó a aquel puerto el capitán Diego de Contreras, sin destino fijo, y dispuesto a entrar en cualquiera de las grandes empresas que atraían, en aquel tiempo, al soldado aventurero. Traía consigo un buque de su propiedad con provisiones y otras cosas necesarias, un hijo suyo y veinte españoles. El Adelantado le hizo presente el gran servicio que podría hacer al Rey, y con promesas de premio le indujo a permanecer. Con este auxilio pudo sostenerse en Tabasco hasta que, habiendo recibido nuevos refuerzos, logró la pacificación de todo aquel país.
El Adelantado hizo entonces sus preparativos para volver a Yucatán, eligiendo a Champotón para punto de desembarco. Según dicen algunos historiadores, él no vino en persona a esta expedición, sino que mandó a su hijo; pero lo que parece más cierto es que realmente vino al mando de la armada, y dejando después a su hijo. D. Francisco de Montejo a la cabeza de los soldados regresó a Tabasco para estar más cerca de México, de donde esperaba recibir refuerzos y provisiones para enviar. Desembarcaron los españoles en 1537, y enarbolaron de nuevo el pabellón real en Yucatán. Los indios les permitieron desembarcar sin oposición, pero estuvieron constantemente en acecho para destruirlos. Dentro de pocos días reuniose una gran muchedumbre de ellos, y aproximándose cautelosamente y en silencio a las veredas que llevaban al campo fortificado de los españoles, sorprendieron a uno de los centinelas y le dieron muerte, pero el ruido despertó a los españoles, quienes, sorprendidos menos del ataque que de la hora desusada en que los indios lo habían emprendido, acudieron a las armas. Como desconocían el terreno, todo era confusión en medio de la oscuridad: oían clamores y gritería de indios al oriente, al poniente y al sur. Sin embargo, hicieron grandes esfuerzos, y, viendo los indios que caían los suyos y escuchando los lamentos de sus heridos y moribundos, detuvieron la furia de su ataque, y al fin se retiraron. Los españoles permanecieron en su campo, sin perseguirlos, estando sobre las armas hasta que fue de día; y entonces recogieron y dieron sepultura a sus muertos.
Por algunos días estuvieron los indios sin hacer ninguna demostración hostil; pero se mantuvieron alejados y ocultando los víveres todo lo posible. Viéronse con esto muy estrechados los españoles y obligados a mantenerse de la pesca, que hacían en las playas. En cierta ocasión, habiéndose alejado dos españoles de su campo, cayeron en manos de los indios y fueron llevados vivos para ser sacrificados a los ídolos y hacer un banquete de sus cuerpos.
Entretanto, los indios se hallaban formando una gran confederación de todos los caciques de la tierra, y se estaba reuniendo en Champotón una inmensa muchedumbre. Tan pronto como se hallaron juntos los confederados, atacaron con un ruido horrible el campo de los españoles, quienes no podían luchar con buen éxito contra semejante multitud.
Quedaron fuera de combate muchísimos indios; pero éstos se contentaban con perder mil de los suyos por cada español que muriese. No había esperanza de salvación sino en la fuga, y determináronse a ella los españoles, retirándose a la playa. Persiguiéronles los indios prodigándoles mil injurias; y, entrando en el campo abandonado, cargaron con cuanto los españoles habían dejado allí con la precipitación de su retirada, echáronse encima sus vestidos, y desde la playa les cubrían de baldones e improperios; y apuntándoles con el dedo les llamaban cobardes y preguntaban "¿en dónde está el valor de los españoles?" Escuchando éstos desde sus embarcaciones tales insultos, resolvieron preferir la muerte y la fama a la vida y a la ignominia y, heridos y derrotados como se hallaban, empuñaron de nuevo sus armas y volvieron a la playa. Trabose otra sangrienta batalla; y los indios desanimados, al ver la resolución con que unos hombres vencidos se atrevían a hacerles frente otra vez, se retiraron poco a poco, dejando a sus enemigos dueños del campo. Los españoles contentáronse con recobrar el terreno perdido, sin curarse de lo demás.
Desde entonces los indios que se habían reunido en gran muchedumbre, venidos de diferentes lugares, determinaron no dar más batallas, se dispersaron y volvieron a sus casas. Con esto los españoles quedaron más tranquilos. Viendo los indios que no podían arrojarlos del país y que tampoco pensaban dejarlo, contrajeron con ellos una especie de amistad; pero era imposible penetrar en el interior del país. Cada tentativa que hacían al efecto los españoles eran tan mal tratados en ella, que se veían obligados a volver a Champotón, que era en efecto su único refugio.
Como este pueblo estaba sobre la costa, que comenzaba ya a ser algo conocida, solían tocar allí algunos buques, con lo cual los pobres españoles remediaban algunas de sus necesidades. De cuando en cuando quedábase con ellos algún nuevo camarada, y no obstante se disminuía constantemente su número, porque muchos abandonaban la expedición viendo la demora y el poco fruto que sacaban de sus trabajos. Hubo vez en que sólo quedasen en Champotón diez y nueve españoles, conservándose aún los nombres de algunos de ellos, que afirman en una declaración judicial que debieron en esta crítica situación haberse libertado de morir a la prudencia y buen manejo de D. Francisco de Montejo, el hijo del Adelantado.
Los españoles recibían nuevos refuerzos, y de nuevo volvía a disminuirse el número. La fama de las riquezas del Perú estaba en todas las bocas; y la pobreza de Yucatán era notoria. Allí no había minas, ni nada importante que alentase a otros a juntarse a la expedición, y los mismos que se hallaban en Champotón se hallaban desanimados. Luchando constantemente con peligros y contratiempos, no hacían progreso alguno en la conquista del país; todos los que podían escaparse lo verificaban en canoas o por tierra, según se les presentaba la ocasión. Con el objeto, pues, de conferenciar sobre los medios de mejorar la situación de las cosas, le fue necesario al hijo del Adelantado visitar a su padre en Tabasco; y al efecto partió para aquel punto dejando el mando de la tropa de Champotón a su primo, que también se llamaba D. Francisco. Empeoráronse las cosas con su ausencia. La gente seguía desertándose, y D. Francisco conocía que todo estaba perdido si abandonaban a Champotón, que tan caro les costaba. Consultando pues con los pocos que deseaban perseverar en la empresa, reunió a todos los que eran sospechosos de estar maquinando desertarse, y les dijo que se marchasen de una vez y dejasen a los otros entregados a su suerte. Embarazados los pobres soldados, y llenos de vergüenza al verse confrontados con sus compañeros a quienes intentaban abandonar, determinaron permanecer todavía.
Pero el socorro tan ansiosamente esperado no llegaba. Cualquiera expedición que intentaba el hijo del Adelantado era ineficaz para favorecer a los que estaban en Champotón. Hacía tres años que estaban allí sin hacer progresos, ni impresión alguna en el país. Desesperados de esta conquista, e imposibilitados de permanecer en medio del apuro en que se hallaban, todos hablaban abiertamente de desbandarse y marchar a donde la fortuna pudiese llevarles. El capitán hizo cuanto pudo para darles aliento, pero en vano: todos tenían ya listos su equipaje para embarcar, y no se hablaba de otra cosa que de abandonar el país.
La persuasión del capitán les indujo a proceder con más cordura, y convinieron en ejecutar su resolución con la menor demora posible, pero enviando antes noticia de sus intenciones al Adelantado, para librarse de cualquiera imputación injuriosa. Juan de Contreras fue enviado con despachos para el Adelantado, e hizo además un cabal relato de la situación desesperada en que se encontraban en Champotón. Tan infaustas nuevas llenaron de ansiedad a Montejo. Todos sus recursos estaban exhaustos: no podía proporcionar los socorros necesarios, y, sin embargo, conocía que, si los españoles llegaban a abandonar a Champotón, sería imposible proseguir la conquista de Yucatán. Sabedor de lo que pasaba, cuando las noticias llegaron ya había colectado algunos españoles para enviar algún auxilio; pero ahora, con empeños y promesas, logró hacer algunos aumentos; y, mientras quedaba todo listo, despachó a Alonso de Rosado, uno de los nuevos reclutas, para dar noticia del socorro que se preparaba.
No consta en la historia si el Adelantado vino personalmente a Champotón; pero sí aparece que llegaron algunos buques conduciendo soldados, provisiones, vestidos y armas; y que hacia el fin de 1539 regresó su hijo de la Nueva España con veinte soldados de a caballo. El abatido espíritu de los españoles avivose con esto, y volvieron a conseguir esperanzas de llevar adelante la conquista del país.
También a la sazón, pesaroso el Adelantado de sus infortunios y de la desgracia de los que habían sido sus compañeros, dudando de su propia fortuna y confiando en el valor de su hijo D. Francisco, determinó poner en manos de éste la pacificación de Yucatán. Como entonces se hallaba encargado del gobierno de Chiapas, hizo llamar allí a su hijo y por un acto formal sustituyó en él todos los poderes que le había dado el Rey. El acta de sustitución es digna de la cabeza y del corazón del Adelantado. Comienza con intimar a su hijo "que cuidase mucho de que las gentes puestas a su cargo viviesen como verdaderos cristianos, separándose de los vicios y pecados públicos; y que no permitiese hablar mal de Dios, ni de su bendita madre, ni de los santos", y concluye con estas palabras: "porque yo sé que vos sois una persona que sabrá el modo de obrar bien, acatando primero a Dios nuestro Señor, al servicio de su Majestad, al bien de la tierra y al cumplimiento de la justicia".
Dentro de un mes después de haber sido llamado D. Francisco por su padre, volvió aquél a Champotón con todas las provisiones necesarias para seguir de su cuenta la conquista de Yucatán. Desde entonces pareció abierta a los españoles la puerta de una fortuna mejor.
Inmediatamente determinó D. Francisco dirigirse a Campeche. A corta distancia de Champotón encontrose con una gran columna de indios. Derrotolos, y, resuelto a no hacer ningún movimiento retrógrado, hizo acampar sus tropas en aquel sitio mismo. Mortificados e irritados los indios de su derrota, erigieron desde este punto una serie de fortificaciones, que ocupaban toda la línea de marcha. Los españoles no podían avanzar sin encontrarse con murallas, trincheras y albarradas vigorosamente defendidas; pero las ganaron todas sucesivamente, y fue tal la matanza que hicieron sobre los indios, que alguna vez los cadáveres embarazaban la batalla y se veían los españoles obligados a pasar sobre los muertos, para pelear con los vivos. En un solo día tuvieron tres batallas, en que casi se gastaron con la lucha.
Vuelven aquí a faltar los datos históricos, y no consta la manera en que los españoles fueron recibidos en Campeche, pero sábese por otras autoridades que en el año de 1540 fundaron allí una villa con el nombre de San Francisco de Campeche. Permaneciendo en esta plaza hasta terminar los arreglos necesarios, siguiendo D. Francisco las instrucciones de su padre, se determinó a invadir la provincia de Quepech y a fundar una ciudad española en el pueblo indio de Thoo. Persuadido de que toda dilación sería peligrosa, envió por delante a su primo el capitán Francisco de Montejo con cincuenta y siete hombres, quedándose en Campeche para recibir y organizar los soldados, estimulándoles con las nuevas de mejor fortuna que recibía de su padre diariamente.
Salió, pues, D. Francisco para Thoo, y todos los relatos están conformes con respecto a la multitud de peligros que encontró en aquella jornada, por la pequeñez de su fuerza, la gran muchedumbre de indios guerreros, las fuertes trincheras y otras defensas que a cada paso les impedían avanzar. Los indios cegaban los pozos y cisternas, y, como no había fuentes ni arroyos, se abrasaban de sed los españoles; así es que sufrieron en su marcha guerra, sed y hambre, porque también les ocultaban las provisiones. Los caminos no eran sino estrechísimas veredas, con espesos bosques de ambos lados, sembrados de cadáveres y de hombres y animales; y lo que sufrieron los españoles, y principalmente por el hambre y por la sed, es superior a toda consideración.
Después de llegar a un pueblo llamado Pokboc, plantaron y fortificaron su campo con intención de hacer algo; pero en la noche se levantaron alarmados al percibir que el campamento estaba ardiendo. Acudieron a las armas y, pensando en los indios más que en el fuego, esperaron en silencio descubrir por dónde serían atacados; pero, no escuchando rumor alguno y libres ya de la aprensión de ser asaltados, intentaron apagar las llamas; pero ya era tarde: el campamento y casi todo cuanto encerraba estaba ya destruido. No por eso desmayaron. El capitán dio noticia a su primo de este desastre y continuó su marcha. El año 1540 llegó a Thoo.
Dentro de pocos días recibió un refuerzo de cuarenta hombres que, desde Campeche, le envió D. Francisco; y por entonces vinieron algunos indios diciendo: "¿Qué estáis haciendo aquí, "oh españoles"? Vienen contra vosotros más indios que pelos tiene la piel de un venado". Los españoles respondieron que saldrían a su encuentro; y, dejando resguardado el campamento, el capitán D. Francisco marchó inmediatamente hasta un lugar cinco leguas de allí, atacó con vigor a los indios, que al principio se defendieron bravamente, pero al fin fueron derrotados, muertos en gran número y obligados los demás a huir.
Entretanto llegó de Campeche el hijo del Adelantado. Unidos ya, comenzaron, sin embargo, a sufrir mucho por la falta de provisiones, en razón de que los indios se las habían retirado; pero en estas circunstancias vino a ellos, cuando menos lo esperaban, un gran cacique del interior, y se sometió voluntariamente, con ciertas particularidades que se dirán después. Movidos de su ejemplo algunos caciques de las cercanías de Thoo, y viendo que después de tantos años de guerra no podían prevalecer contra los españoles, también se sometieron. Animados con la nueva amistad de estos caciques y creyendo que podían contar con su auxilio para terminar la sujeción del país, resolviéronse los españoles a fundar una ciudad en el sitio que ocupaba Thoo, mientras que una tremenda tempestad se preparaba contra ellos. Todos los indios del Oriente estaban reuniéndose; y en el mes de junio, víspera de la fiesta del apóstol San Bernabé, un inmenso cuerpo de ellos, cuyo número, según algunos relatos manuscritos, varía de cuarenta a sesenta mil, cayó furiosamente sobre el pequeño cuerpo de poco más de doscientos hombres que había entonces en Thoo. Al siguiente día fueron atacados los españoles por todas direcciones, y se empeñó la batalla más terrible de cuantas hasta entonces habían trabado con los indios. "El poder divino (dice el piadoso historiador) obra más que el valor humano. ¿Qué eran tan pocos católicos contra tan gran número de infieles?" La batalla duró la mayor parte del día. Murieron en ella muchos indios, pero eran inmediatamente reemplazados, porque su número era como el de las hojas de los árboles. Los arcabuces y ballestas causaron grande estrago, y los soldados de a caballo introducían la destrucción por dondequiera que se movían, cayendo sobre los fugitivos y hallando a los heridos y moribundos. Los montones de cadáveres embarazaban a los españoles en la persecución de los indios, que fueron completamente derrotados, dejando sembrado con sus muertos el terreno hasta larga distancia.
Encumbrose más que nunca la fama de los españoles, y los indios ya no volvieron más a empeñar ninguna batalla general. En todo este año se ocuparon los invasores en atraerse y conciliarse a todos los caciques vecinos, y el día 6 de enero de 1542 fundaron con todas las formalidades de la ley la "Muy noble y muy leal ciudad de Mérida" en el sitio mismo que ocupaba el pueblo indio de Thoo.
Allí les dejaré, y no pretendo excusarme por haber presentado esta historia. Cuarenta años antes, una errante canoa fue la primera en dar noticia de la existencia de Yucatán, y hacía dieciséis que D. Francisco Montejo recibiera autoridad real para conquistarlo y poblarlo. Durante este tiempo, Cortés había arrojado a Moctezuma de su trono y arrancado Pizarro su cetro a los incas del Perú. En la gloria y brillo de estas conquistas, Yucatán quedó olvidado, y lo está hasta el presente. Los antiguos historiadores hablan de él de paso y muy raras veces. El único libro que trata exclusivamente de este país es el que escribió Cogolludo, y se publicó en el año 1658. Es voluminoso, confuso, mal ordenado y casi puede denominarse historia de los frailes de San Francisco, a cuya orden perteneció el autor. Los sucesos ocurridos desde el real permiso concedido a Montejo los he extractado con gran trabajo de ese libro, único que hace un relato de todos esos sucesos; y, como jamás se ha traducido a nuestro idioma, y apenas es conocido fuera de Yucatán en donde igualmente es raro, debe ser, por lo menos, nuevo al lector.